NUNCA DIGAS NUNCA JAMÁS




El primer recuerdo que tengo de jugar a una consola fue con siete años. Mi padre compró algo parecido a esto para que yo y mi hermano mayor jugásemos. Era el típico juego de deportes donde un palito en la pantalla bicolor significaba una raqueta y un punto era una pelota.

Hasta ahí llegó mi relación con las consolas. Crecí alejado de ellas, salvo por alguna adictiva temporada al Pang que había en el antro de los fines de semana o algunas noches enganchado en secreto a un juego de arcade (Del estilo Super Mario ¿se llaman así?) de la consola Megadrive de mi hermano pequeño.

Y fin de la historia. Nunca quise interesarme por las Nintendos, las Segas y mucho menos por las Xboxes y Playstation. Me conozco lo suficiente como para no cometer el error de crearme nuevas adicciones con máquinas que hagan peligrar las relaciones humanas. Tengo amigos, pareja, varios empleos, una obsesión por el cine sin curar y no mucho tiempo que perder embobado en una pantalla que no sea la de internet.

Hasta ayer. Por fin algo divertido para compartir. No perderé a mi pareja y continuaré con mi vida social. Ya me duele el brazo.